El apartheid

Siempre he tratado de ver la parte positiva a lo que me toca vivir.
Por ello, más allá de la aberración que nos ha traído la escasez, del tener que comprar según un número de cédula, y de hacer largas colas, le busqué el lado positivo al asunto.
Y vi que las colas en los supermercados eran un sitio inusitado para el encuentro entre clases sociales. De los pocos espacios que nos permitirían experimentar el encuentro con el otro, más allá del apartheid que en mi país ha impuesto la inseguridad.
Y así contar con la posibilidad de conocer otra forma de pensar y de ver los hechos, muy diferente a la que creemos única, porque es la misma que escuchamos en nuestros círculos sociales.
Las colas por mi urbanización, están repletas de personas humildes. Allí he tenido largas charlas sobre la situación del país, me he encontrado con chavistas y opositores de corazón que viven en Propatria, en Petare, en la Carretera Vieja. Hemos intercambiado estrategias para alargar la harina Pan y el champú, hemos hablado del alto costo de la vida, del tiempo perdido en la espera y de la humillación colectiva, del hartazgo por lo que ocurre, de la depresión que nos agobia. He conocido que, si bien a mi no me resulta fácil, más difícil le es a quien gana sueldo mínimo.
Nos hemos hermanado y comprendido en nuestras necesidades.
Allí, de alguna forma, hemos combatido el odio y la división de considerarnos, a unos burgueses, oligarcas, parásitos o pelucones. A otros pueblo, lumpen, chavistas, vividores o delincuentes.
Le hemos ganado un poco al prejuicio, a la estrategia de dividir para vencer.
Sin embargo, esto ha cambiado en las últimas semanas.
Las colas se han incrementado exponencialmente, La necesidad se ha vuelto más latente. La espera más larga e intensa. Y con ello, ha llegado la violencia organizada.
Quienes comercian con los productos regulados, quienes venden y distribuyen, quienes vigilan y organizan estas colas, están sacando provecho de su poder, y amedrentan, asustan, amenazan y comercian. La corrupción, la violencia y la degradación, toman nombre y apellido y se convierten en herida y miedo.
Ahora, no podemos comprar en los supermercados que tenemos en nuestra urbanización.
Y la gente está exigiendo aplicar un nuevo apartheid: que cada quien demuestre que es de la zona con una carta de residencia. Que haya dos filas, una de los residentes, la otra, la de los extranjeros (no de país, sino de zona de la ciudad).
Si el derecho al libre tránsito existe, si ya sabemos las heridas que ha generado en la historia el tener territorios prohibidos, fronteras que no se pueden cruzar, ésta no debería ser una posibilidad a considerar.
Además, se generaría otra fuente de corrupción: el que da cartas de residencia, Y de darse este nuevo apartheid, seguirán llegando los bachaqueros que tendrán prioridad por encima de todos, por la fuerza del dinero o la fuerza de la violencia,
A pesar que eso lo sabemos, surge, y con fuerza, el argumento.
Unos deberían tener más derecho que otros.
En redes sociales se siente el lamento por los hechos de violencia que se viven en las colas y por no poder acceder a la comida. Y la exigencia de sacar a los invasores, Como Europa con los inmigrantes.
Parece que está ganando el prejuicio, la división. Y triunfa la lógica del apartheid.
Ahora que lo pienso, claro que ha triunfado: desde el principio, cuando nos dijeron que para combatir a la escasez había que hacer cola por comida, y había que racionar, al tener un día para comprar según la cédula, y limitar el número de artículos por persona.
Perdemos el norte: el problema no son las colas o la invasión de gente pobre en las urbanizaciones. No se resuelve creando nuevas fronteras. El problema es la falta de comida, la anarquía, el desgobierno, la corrupción.
Es otra forma de autoritarismo el que nos saca de nuestros supermercados y ese es nuestro verdadero enemigo.
A ese es al que hay que sacarle la carta de residencia.



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