Preservar la dignidad

He salido del país por unos días, gracias a mi trabajo. Estaré 15 días fuera de mi realidad, tratando de adaptarme a la normalidad - que es excepcional para mí- de poder hablar por el celular sin sentir temor, de comprar sin la sensación de que algo se va a acabar, de no mirar en las bolsas de otros para adivinar qué hay y qué no.
En el aeropuerto, al entrar al baño, me sorprendí guardando papel de baño en los bolsillos, por si podía necesitarlo después. Me di cuenta, y dejé pasar el impulso.
Acompañé a mi hermana al supermercado y me abrumó la abundancia. Ya la anticipaba, la sabía, pero igual me sacudió. La variedad de opciones. La ilimitada cantidad de ofertas. Yo les paso por encima, tratando de no sentir - porque son muchos los sentimientos que pueden agolparse si los dejo deambular libremente- para asumir una actitud práctica: qué me llevaré al regreso, qué realmente es lo que necesito porque allá no se encuentra ni en los bachaqueros, qué es extraordinariamente caro y no puedo llevar, de qué puedo prescindir para vivir, cuánto me cabe en la maleta.
Los amigos me han pedido regalos inusitados: desodorantes, jabones medicados, gotas para los ojos.
En la distancia, la miseria a la que nos han destinado a vivir, es aún más notoria, más dolorosa. El contraste la hace más evidente, y no es posible ocultarla.
Allá se ha vuelto normal, y no hay sobresaltos. Simplemente hay que seguir adelante, e intentar salvar todos los obstáculos. Y no es que te acostumbres, pero tienes que seguir la marcha. Dejas de mirar lo protuberante, porque sobrevivir te lleva toda la energía.
Aquí llegué con una gripe, fui a la farmacia a por un antigripal y me costó decidirme: ¿Cómo es mi gripe? ¿Muy fuerte, con tos? ¿Con intensa congestión nasal? ¿ Requiere más antialérgico, menos ibuprofeno? ¿Es para noche, para día? La oferta es tan abrumadora, que no era fácil escoger. En realidad, cualquiera sirve.
Si hubiera solo uno de esos en Venezuela, lo hubiera tomado sin mirar la etiqueta.
Es la abundancia en contraste con la extrema escasez, tan abundante que se hace grotesca. Y en realidad, lo grotesco es lo que estoy dejado atrás.
Ahora entiendo cuan fácil es asumir el papel de víctima y culpar al que tiene mas. Ese monstruo del que se ha alimentado el resentimiento que de algún modo nos ha llevado a este paroxismo, a esta locura.
Hay que luchar a brazo partido para impedir que el alma acabe dañada luego de este terremoto moral del que intentamos sobrevivir.
El secreto, creo, es mantener la dignidad. No dejar que anule nuestra individualidad el tener que esperar turno por un pedazo de pan. Que te marquen un número en el brazo. Que sepas que a la medicina para la hipertensión de tu esposo le quedan pocos meses.
Recordar que nada de eso nos define y que, a la larga, es una situación temporal.
Y que el caminar por estos pasillos repletos de productos -en los que estoy en estos momentos- es tan circunstancial, como la lucha por sobrevivir a la que nos han sometido.
Lo único que permanece, es la persona que somos. Y que en la circunstancia particular en la que nos encontramos (la de la escasez, en nuestro caso) hay que preservar aquellos rasgos que nos hacen humanos y que son los que nos definen.
Eso es lo que al final importa.






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